jueves, 21 de julio de 2016

LA BATALLA DE LAS PIRAMIDES....NAPOLEON BONAPARTE EN EGIPTO



Campaña en la que Napoleón Bonaparte derrotó a los mamelucos de Egipto, cerca de las Pirámides, en 1798.
Esta batalla formó parte de la operación de ofensiva preparada por Napoleón contra los ingleses, a los que atacó indirectamente en el Mediterráneo. En primer lugar ocupó Malta, para luego desembarcar en Alejandría; después se produjo la Batalla de las Pirámides, que le permitió llegar hasta El Cairo.

                                                                  

Todos asociamos las pirámides de Giza con el Antiguo Egipto de los faraones y La Biblia. Nos fascina lo enigmático de una cultura que se desarrolló hace más de 5.000 años, libró mil batallas y firmó otros tantos acuerdos de paz con sus pueblos vecinos, llegó al cénit de su desarrollo con la construcción de estos colosos de Giza, y después se fue apagando progresivamente y cediendo a la fuerza emergente de otras culturas. Para cuando Alejandro Magno entró en Egipto, poco o nada quedaba ya de una cultura tan original como misteriosa, rematadamente diferente a sus vecinas.
Sin embargo, hay otros eventos e historias fascinantes que las impertérritas pirámides han contemplado a lo largo de tantos siglos de existencia, y una de ellas fue la batalla que se desarrolló en sus inmediaciones por el control de Egipto a finales del siglo XVIII, entre el ejército de Napoleón Bonaparte y la casta de los Mamelucos.


La expedición militar de Napoleón a Egipto, en 1798, fue un punto de inflexión en la Historia por varias razones. Culturalmente, abrió Oriente a Occidente, después de varios siglos de ignorarse mutuamente. Oriente llevaba siglos somnoliento en contraste con un Occidente hiperactivo, justo lo contrario que había sucedido en el periodo de las Cruzadas en donde una Europa prácticamente paralizada por la religión y la oscuridad de la Edad Media se las veía con un Oriente de luces y en agresiva expansión.
Los historiadores militares han señalado la Batalla de las Pirámides como el choque que estableció la superioridad armamentística y de táctica militar occidentales sobre las orientales, aunque una semana antes Bonaparte ya había luchado una batalla trascendental con los Mamelucos en una villa al norte de El Cairo, y allí fue donde pudo detectar las características y debilidades de su oponente antes de asestar el golpe final.


A mediados del verano de 1798,Napoleón se encontraba en el norte de África, pero ¿por qué? Se trataba de un cúmulo de varios factores. De una parte, tenía el objetivo de bloquear la ruta comercial que más rédito económico proporcionaba a Inglaterra, gran enemiga de Francia de la época: la ruta con la India. También pretendía establecer un colonialismo francés inexistente hasta entonces en la región, e incluso se llevó a 167 de los mejores científicos y eruditos de Francia, especialistas en varias ramas del saber, para que estudiaran la cultura del Antiguo Egipto.


Otra razón de mucho peso, esta vez pretendida por el Directorio (gobierno francés post Revolución Francesa), fue sin duda la de alejar de París a un joven pero ya poderoso general Napoleón, victorioso en las campañas italianas con Austria, que ya apuntaba la máximas ambiciones.
Se dice que Bonaparte idealizaba a Alejandro Magno, como tantos otros en la Historia, y que quizá hubo una componente de emulación en la invasión de Egipto. En 332 AC Alejandro era recibido en Egipto como liberador de los persas; contaba con 24 años de edad. Napoleón, con 28, quizá podía alcanzar a Alejandro Magno si se daba prisa, y conquistar Egipto, Jerusalem y Siria. Incluso podría llegar a Constantinopla y la India, una vez establecida una fuerte base en Egipto. Napoleón había escrito previamente al Directorio exponiendo que Francia podía dominar el Mediterráneo con poca oposición por parte del decadente Imperio Otomano: “ocupemos Egipto, y tendríamos una ruta directa a la India”.
Pero para ocupar Egipto había que vencer a la casta que lo gobernaba desde hacía siglos: los Mamelucos. Se trataba de una clase guerrera que vivía en tierras egipcias con grandes lujos e independencia del Imperio Otomano, desde el siglo XIII, antes incluso de la existencia del propio imperio. Mameluco significa “hombre comprado” en árabe, y de hecho, estos hombres eran comprados de niños a familias cristianas en varias partes de Asia (básicamente el Cáucaso) para ser educados como musulmanes. Se les entrenó durante siglos como guerreros del Imperio Otomano, de los más feroces y cualificados. En el siglo XVIII seguían disfrutando de una autonomía casi completa del imperio. No pagaban tributos, y seguían una política totalmente independiente. Para cuando llegó Napoleón con su ejército de 30.000 franceses, los mamelucos no eran más de 10.000.


Los Mamelucos tenían dos gobernantes en aquella época: Ibrahim Bey y Mourad Bey, el primero asentado en El Cairo, el segundo en Giza. Ambos eran jefes poco impresionables por las fuerzas francesas, ya que a pesar de la fama que las precedía ellos daban toda la importancia en una batalla a la caballería, y no era precisamente de lo que los franceses estaban más sobrados en Egipto.
Mientras Napoleón marchaba con su ejército de Alejandría a El Cairo, después de conquistar la primera, se encontró con las fuerzas mamelucas a 15 km de las pirámides y a sólo 4 km de El Cairo. Las pirámides se veían pues a lo lejos, en toda su majestuosidad. Bonaparte, que sabía muy bien de las artes de la propaganda, se cuidó mucho de asociar la batalla con las pirámides milenarias y les hizo referencia en su famoso discurso de inicio de la batalla: “¡Adelante soldados! Recordad que desde lo alto de las pirámides, cuarenta siglos os contemplan”.


La batalla que se desencadenó no fue nada igualada: por un lado, 25.000 tropas francesas repartidas en 5 divisiones, perfectamente alineadas en escuadrones rectangulares, con la caballería en el centro y los cañones en la periferia, y con una potencia de fuego irresistible. Por el otro, la caballería mameluca de Murad Bey, 6.000 jinetes, apoyados por unos 15.000 infantes de muy inferior calidad. Armados con sables y lanzas, de los cuales eran maestros en su uso, apenas disponían de armas de fuego.
La caballería mameluca se lanzó a la carga contra las huestes francesas, pero fue parada en seco por toneladas de acero, disparadas con gran sincronía por los escuadrones de Napoleón. En pocas horas murieron más de 3.000 jinetes mamelucos, y el resto del ejército huyó junto con su jefe hacia el Alto Egipto. Ibrahim Bey huyó a Siria para reorganizar la resistencia, pero todo estaba perdido. Tras 700 años de dominio, los mamelucos entregaban Egipto.


El desenlace de la conquista de Egipto no fue ni mucho menos el esperado por Napoleón, ya que pocos días después de la Batalla de las Pirámides perdió prácticamente toda su flota a manos del almirante Nelsón, con lo que el ejército francés quedaba incomunicado en África. Posteriormente, Napoleón tuvo que abandonar Egipto dado que la política se estaba complicando mucho en París, y su ejército no tuvo más remedio que rendirse en pocos meses al inglés, que lo repatrió a Francia a cambio.
No obstante, la misión científica francesa fue un éxito sin precedentes, y fue la única compensación por las vidas y material perdido en las tierras de Egipto. La Descripción de Egipto, un fabuloso trabajo compuesto por 24 volúmenes repletos de descripciones de las ruinas de los templos faraónicos, bellísimas ilustraciones de prácticamente todos los aspectos de la vida en Egipto (antiguedades, edad moderna e historia natural etc.) han maravillado a generaciones desde entonces y fueron la base de la Egiptología que todavía hace furor en el mundo.



En la actualidad estas descripciones tienen un fabuloso valor ya que en menos de 200 años desde su publicación, muchos de los templos descritos han desaparecido, ya sea bajo las aguas de la presa de Asuán o bajo el pillaje, guerras, o poco respeto de la población del momento en relación a sus antepasados, que no conocen y muchas veces rechazan.
Además, un destacamento francés descubrió la famosa Piedra Rosetta, confiscada después por el ejército inglés y expuesta en el Museo Británico desde 1802, clave para descifrar los jeroglíficos egipcios que llevaban más de 1.400 años sin nadie que los supiese leer.


Tras la célebre Batalla de las pirámides, algunos oficiales visitaron la Gran Pirámide e incluso subieron a su cima (la cima desde la que la que cuarenta siglos los contemplaban). Napoleón prefirió descansar a la sombra, pero no estuvo inactivo.
Cuando los oficiales bajaron y se reunieron con él, les explicó que había estado calculando la cantidad de piedra que formaba la pirámide. Había suficiente, dijo, para construir un muro de piedra de 3 metros de alto y 0,3 metros de grosor alrededor de toda Francia.
El grupo debió de quedarse perplejo, porque el matemático Monge, que estaba entre ellos, hizo su propia estimación, que confirmó la de Napoleón.



Otro hecho histórico poco conocido es sin duda el relativo a la noche que pasó Napoleón en solitario en el interior de la llamada “Cámara del Rey” de la pirámide de Keops (Khufu en egipcio). El hecho está suficientemente documentado históricamente. ¿Qué ocurrió la noche del 12 de agosto de 1799, por cierto, sólo a 3 días de cumplir 30 años? Napoleón sabía que tanto Alejandro Magno como Julio César habían pasado una noche en la pirámide de Keops… Probablemente, el gran corso estaba buscando su sitio en la Historia.
Cuentan los cronistas que a la mañana siguiente el general salió de las entrañas de la pirámide de Khufu demacrado y mudo. No queriendo contar nada de lo sucedido allí dentro. Nadie, ni su fiel Kebler, ni ningún otro general, supo jamás qué ocurrió aquella noche, pues Napoleón no quiso que le tomaran por loco.

Camara del Rey de la Piramide de Keops


http://www.3viajes.com/napoleon-en-egipto-la-batalla-de-las-piramides/
http://www.enciclonet.com/articulo/piramides-batalla-de-las/
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miércoles, 20 de julio de 2016

EL FEUDALISMO...CONSOLIDACION Y CRISIS SIGLO X AL XIII

                      
Con el comienzo del milenio se llegó a la consolidación tanto del régimen feudal propiamente dicho como del señorío. El fundamento de las relaciones feudovasalláticas era la prestación de servicio y ayuda militar por parte del vasallo a cambio de un beneficio, el feudo. De ser una recompensa gratuita, como lo había sido en el Bajo Imperio romano, había pasado hacía tiempo, sobre todo en época carolingia, a convertirse en la condición sin la cual no se conseguían vasallos. En palabras de Julio Valdeón, “vasallaje y beneficio se habían fusionado, lo que quiere decir que el sistema feudal, en su aspecto jurídico-institucional, había nacido".
A partir del siglo X estas relaciones proliferaron y se generalizaron. Se revistieron de un ritual que, aunque con variaciones y en algunas zonas ya prácticamente constuido dos o tres siglos antes, era muy similar en todas partes: consistía en el contrato del homenaje, ceremonia mediante la cual se prestaba el vasallaje y, a continuación, la investidura, por la que el vasallo obtenía su feudo. Robert Boutruche lo describe así: “Sin armas, sin cinturón ni caperuza, el dependiente se inclina o se arrodilla ante el señor. Es un instante decisivo: pone sus manos juntas entre las del señor, quien las cierra sobre aquéllas en señal de consentimiento y toma de posesión. Los contratantes intercambian un beso. Es signo de paz, de amistad y de fidelidad... Un segundo acto sigue inmediatamente al homenaje: el juramento de fidelidad, prestado sobre un objeto sagrado. En ese momento se intercambian algunas palabras: uolo o declaración de voluntad, por la que el señor declara que lo recibe como su hombre y el vasallo promete ser fiel”. A continuación tenía lugar la investidura: el señor, que se había comprometido a ofrecer protección al vasallo, le entregaba el feudo, generalmente tierras, pero, ya en esta época, también cargos, castillos, o incluso dinero. Esto se simbolizaba con algún objeto: flores, un puñado de tierra, vara del castillo, monedas, etc. En algunas ocasiones, aunque no es frecuente, había un contrato escrito.


En estos siglos muchas personas presentaban vasallaje a diversos señores; esto daba lugar a situaciones conflictivas, al deber fidelidad a varios señores que podían estar enfrentados entre sí. Se formó así el llamado homenaje ligio, el principal de todos y el que había de prevalecer en caso de conflicto. Faltar a los compromisos del vasallaje, por parte del señor o del vasallo, se denominaba felonía y traía como consecuencia la disolución del mismo y, en el caso del vasallo, la pérdida del feudo. Estos se hicieron hereditarios, aunque los herederos debían renovar el vasallaje y pagar normalmente las rentas de un año al señor. Si el que moría era el señor, los vasallos también se presentaban ante el sucesor, que volvía a adquirir con ellos el mismo compromiso. El vasallo adquiría deberes para con el señor: consejo, ayuda, sobre todo militar, servicios de corte (es decir, acompañarlo en fiestas), servicios domésticos, labores administrativas, intervención en los tribunales, cuya jurisdicción pertenecía al señor, ayuda económica, además de todo tipo de servicios, muchas veces casi irrisorios.
El señor adquiría deberes a su vez: no perjudicar en ningún aspecto al vasallo, protegerlo y darle garantías de seguridad, ayuda material y proporcionarle medios de subsistencia (que en primera instancia hacía al otorgar el feudo), e, incluso, mantenerlo en sus dominios si aún no le había sido concedido éste. Estos señores encabezaban la pirámide social de la Edad Media: no sólo eran los grandes propietarios sino que habían adquirido auténticos poderes que afectaban a los principales aspectos de la sociedad; desde sus señoríos controlaban, sobre todo desde época carolingia, la vida de todas las tierras y personas que había bajo sus dominios. Debido a la debilidad del poder monárquico y a la fragmentación del mismo, los señores feudales habían adquirido la delegación del mando fiscal, judicial, monetario -algunos llegaron a acuñar moneda-, monopolios, derechos de peaje, pontaje, junto a los derechos económicos de todo tipo de tributos, impuestos, rentas, etc. que se derivaban de la posesión de sus tierras. El señorío se había convertido en una unidad de poder y el conjunto de derechos del señor era el llamado ban o bannus.
Pero quizá lo más importante de esas atribuciones era la capacidad de administrar justicia. Existía la justicia real desde luego: el rey era, en última instancia, el máximo administrador de la misma, pero localmente había ido delegando este poder. Así, existía la justicia condal; los condes la administraban en estos grandes territorios, pero la fuerte fragmentación y jerarquización social de la clase dirigente hizo que prácticamente cada señor tuviera su propio poder judicial en sus territorios. Estos señores ejercían la justicia por medio de sus agentes: administradores, ministeriales, etc., en general vasallos que componían los tribunales. Algunas veces, estos agentes, originariamente de estratos más bajos, incluso serviles, terminaban ascenciendo a ciertos escalafones de la clase dirigente en razón de su cargo. De esta forma, la justicia terminaba por aplicarse en ámbitos privados. Frecuentemente había en los territorios cruceros y horcas, como símbolo de que en ellos se administraba la justicia.


El principal símbolo del poder del señor era el castillo, o, en el caso de la Iglesia, los monasterios, catedrales y edificios eclesiásticos. Al principio, el permiso para la construcción del castillo lo otorgaba el rey, pero poco a poco llegaron a edificarse por la simple voluntad del señor, sin que mediara de hecho la intervención real. Estos castillos eran el símbolo del poder y, a la vez, centros de administración de justicia, de recogida de tributos y rentas, almacenes de víveres, residencia de los señores, refugios para los habitantes de la zona, lugar de prestación de homenajes... Se convirtieron así en los centros neurálgicos de la vida de extensiones territoriales considerables.
No todos los señores tenían el mismo poder. Lógicamente, ya se ha dicho que dentro de la misma clase social había una fuerte jerarquización: príncipes, condes, duques, marqueses, barones o castellanos, es decir, desde los señores más poderosos, cuya cabeza era el propio rey y luego los príncipes, hasta los más simples. La categorización variaba de unos países a otros, así como sus relaciones con respecto al rey, incluso al Parlamento en el caso de Inglaterra. Pero, en cualquier caso, prácticamente todos se hallaban dentro de la compleja trama de las relaciones de dependencia existentes. Suele decirse que en la Edad Media cada hombre pertenecía a una familia, a una comunidad, pueblo y a un señor. Un aspecto fundamental y que, en cierto modo, unificaba a todos, era que todos ellos eran quienes practicaban la guerra y eran, por tanto, caballeros. En esta época, debido al desarrollo técnico de armamentos y armaduras, sólo unos pocos tenían posibilidades reales de pagar un adecuado equipamiento. Igualmente, el ideal de caballero para el que se preparaban los nobles se vio culminado por la aspiración, imbuida por la Iglesia, de conquistar Tierra Santa y partir hacia las Cruzadas, especialmente a partir de las épocas en que las guerras de unos nobles contra otros habían disminuido o, cuando menos, se habían regulado, gracias sobre todo al establecimiento de las llamadas tregua de Dios y paz de Dios, que, desde época carolingia, la Iglesia había tratado de imponer entre los señoríos de Europa.
 La Iglesia, como el otro orden incluido en la misma clase gobernante, también estaba sometida a esta feudalización de la sociedad. Por una parte, tenía similares capacidades a las de los señores laicos, al poder administrar justicia o cobrar impuestos y rentas, pero, por otra, estos señores solían intervenir y hacer valer su poder a la hora de nombrar cargos eclesiásticos. Esto originó diversas controversias, sobre todo a partir de la reforma gregoriana. Como recuerda Valdeón, la más destacada fue la que se produjo entre el Papa Gregorio VII y el emperador alemán Enrique IV, que continuó con sus sucesores hasta la firma del Concordato de Worms en 1122, aunque volvió a surgir nuevamente a mediados del siglo XII con Federico Barbarroja y en otros momentos posteriores.




Es evidente que, a pesar de la múltiple jerarquía existente, incluso de las diferencias entre poderes laicos y eclesiásticos, unos y otros (los dos órdenes señalados) pertenecían a un mismo grupo social, el de los señores y gobernantes. Dicho grupo se servía del otro, el de los campesinos y trabajadores, del que dependía para poder vivir. Realmente, los primeros ejercían un poder coercitivo sobre los segundos y entre unos y otros se habían establecido todo tipo de vínculos o relaciones de dependencia, económica y social, aunque también personal, habida cuenta del enorme alcance de los poderes y atribuciones que tenían los señores en todas las facetas de la vida. Por otra parte, la relación económica fue evolucionando progresivamente. Las rentas y prestaciones que los campesinos pagaban a los señores habían sido durante la Antigüedad Tardía y en la época carolingia fundamentalmente de dos tipos: de un lado, su propio trabajo gratuito en las tierras de los señores, en las reservas; de otro, los excedentes de las tierras que ellos mismos cultivaban, es decir, rentas-trabajo y rentas-especie. El pago de dinero, en cambio, era menor; pero a partir de los siglos XI y XII éste comenzó a cobrar importancia, debido al aumento del comercio y la venta de productos manufacturados que empezaban a circular en las ciudades y de los que los señores deseaban proveerse. Así, progresivamente, se fue prefiriendo este tipo de pagos. Las rentas, por otra parte, no se limitaban a las obligaciones contraídas por la tierra, sino al pago de impuestos, censos, etc., que se derivaban de los diferentes poderes, sobre todo judiciales, fiscales y militares que tenían los señores. Una de las más características fue la del diezmo, es decir la contribución de los fieles a la Iglesia con la décima parte de sus bienes. El hecho de que algunos señores tuvieran iglesias propias en sus señoríos hacía que en ocasiones también ellos fueran los beneficiarios.
La clase baja estaba constituida, fundamentalmente, por campesinos; como se ha indicado, los pequeños propietarios de tierras libres, alodios, eran cada vez menos, al igual que los esclavos. Puede decirse que, cuando se habla de población servil en estos siglos, se hace referencia tanto a los campesinos libres o semilibres como a los propios siervos, ya que, en la práctica, todos estaban confundidos en un mismo sistema de dependencia y en una misma realidad social, la de la clase del campesinado frente a la de los señores.
No obstante, dentro de la propia clase de los campesinos comenzó a darse una diferenciación progresiva con el paso del tiempo. La posibilidad de vender los productos excedentes no sólo beneficiaba a los señores, sino también a los campesinos, al menos a algunos que fueron acumulando poco a poco mansos, productos y dinero; incluso llegaban a tener a otros campesinos trabajando para ellos. Frente a éstos, que eran los menos, había otros que sobrevivían y se autoabastecían, aunque la inmensa mayoría seguía en una situación de subsistencia mínima. Esta diferenciación se tradujo en una jerarquización nueva dentro de la clase baja, hasta el punto de que en ocasiones se llegó a reproducir en ella la fórmula jurídica que caracterizaba a la clase alta: hubo efectivamente homenajes serviles, lo que refleja, sin duda, que la mentalidad feudal impregnaba toda la sociedad. Como señala Pierre Bonnassie: “No hay que ver el feudalismo únicamente como un sistema que regula las relaciones internas de una clase dominante. Sobre todo en el sur de Europa es una estructura global que determina la totalidad de las relaciones sociales, de arriba abajo de la sociedad. La mejor prueba de esto es la difusión del homenaje, en forma de homenaje servil, a las capas inferiores del campesinado. El advenimiento del feudalismo y su corolario, la instauración del régimen señorial, tuvieron repercusiones determinantes en las poblaciones rurales”. El campesinado desarrolló sus propias instituciones, especialmente la comunidad aldeana, encargada de mantener el orden y la paz en las aldeas, y formó las asambleas de vecinos o concejos, que no dejaban de ser ciertas delegaciones del poder señorial en las aldeas; con todo, estas formas trajeron consigo cierta independencia de las aldeas y formas de control propio. Como cabe suponer en este contexto, poco a poco se produjo un acaparamiento de funciones y de poderes entre los campesinos más ricos, que, en definitiva, respondían a esa misma mentalidad feudal. Lo mismo podría decirse de las ciudades. Tras siglos de declive y retroceso, comenzaban a cobrar cierta importancia y desarrollo, gracias al intercambio comercial y la producción de manufacturas; pero aquí también se daba una tendencia a la bipolarización en dos clases, la de los caballeros ricos y la de la población, denominada gente menuda.


Al igual que la formación del feudalismo se gestó durante siglos, su crisis y desaparición fue también larga y prolongada; incluso ciertas relaciones de dependencia económica se mantuvieron tanto tiempo que, como sostienen algunos autores, su desaparición no se consumó hasta finales del siglo XVIII o principios del XIX. Sin embargo, puede considerarse que el sistema feudal, entendido globalmente, desapareció en torno a los siglos XIV y XV. Los factores fueron múltiples y debe hablarse de la transformación completa de la sociedad. En primer lugar, las monarquías se fueron fortaleciendo debido a una progresiva concentración de poder económico y, sobre todo, judicial y militar en manos de los reyes. A ello contribuyeron decisivamente las crisis y guerras de estos siglos, que fomentaron la necesidad de formar ejércitos numerosos, nutridos cada vez más por masas populares y mercenarios. Las luchas bélicas, por otra parte, dejaron de ser cuerpo a cuerpo entre caballeros para dar paso a los armamentos pesados. En este sentido, la Guerra de los Cien Años fue decisiva. Además, las guerras se convirtieron en un instrumento de primer orden para recaudar impuestos que terminaron por considerarse fijos y permanentes, con lo que se consolidó y amplió la idea de un sistema fiscal público que favoreció el desarrollo de un aparato estatal organizado y fuerte. Paralelamente, este fortalecimiento de la monarquía, que fue concentrando poco a poco poderes públicos tan fragmentados en los siglos anteriores, hizo que terminase por surgir una primitiva idea de Estado y, consecuentemente, una pérdida de protagonismo de los señores feudales en este terreno. Por otra parte, la relación de señoríos y campesinado dejó de ser la casi única existente, debido al creciente desarrollo de las ciudades y a la aparición de grandes fortunas en ellas, como familias de banqueros o comerciantes, no necesariamente poseedores de señoríos (aunque luego tratasen de adquirirlos). Esta idea naciente de colectividad se vio afianzada con las guerras: unos pueblos se enfrentaron a otros y surgió la conciencia de grupos de población unidos en territorios cada vez más precisamente definidos y bajo un poder monárquico, al que, además, se consideraba el puntal de la justicia, por encima de las decisiones particulares y arbitrarias de los señores.
El rey ya no era el primer señor feudal, sino alguien que estaba muy por encima de todos los demás. Incluso las crisis sociales y revueltas de labradores de estos siglos, debidas a un aumento de la conciencia de poder organizarse frente a los señores feudales, debilitó a estos y fortaleció a la monarquía, ya que, como señala Julio Valdeón “el realengo era, al menos desde la mentalidad popular, tierra más propicia a la libertad, en tanto que los dominios de la nobleza se equiparaban a tierras de servidumbre”. Los mismos señores feudales se vieron abocados a acercarse cada vez más a las cortes reales existentes y pujantes y terminaron por transformarse ellos mismos en cortesanos.
Esta situación no dio al traste con los señoríos y grandes propiedades territoriales, ni con muchos de los privilegios de los grandes señores. La antigua nobleza fundiaria se convertiría poco a poco en la nueva nobleza de la época moderna; sin embargo, al mismo tiempo trajo consigo una desaparición del sistema feudal como forma de gobierno de la Europa medieval que había presidido toda la sociedad, la vida política y la mentalidad de las gentes.
 

Bibliografía

  • BARBERO, A. y VIGIL, M. La formación del feudalismo en la Península Ibérica. (Barcelona: 1979).
  • BLOCH, M. La sociedad feudal. (trad. esp. Madrid: 1986).
  • BONNASSIE, P. Del esclavismo al feudalismo en Europa occidental. (Barcelona: 1993).
  • BOUTRUCHE, R. Señorío y feudalismo. (Madrid: 1973-79).
  • DE MOXO, S. La disolución del régimen señorial en España. (Madrid: 1965).
  • DUBY, G. Guerreros y campesinos. Desarrollo inicial de la economía europea (500-1200). (1ª edic. París: 1976), (11ª edic. esp. Madrid: 1992).
  • DUBY, G. Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo. (Madrid: 1992).
  • GANSHOF, F.L. El feudalismo. (trad. esp. Barcelona: 1963).
  • HILTON, R. Conflicto de clases y crisis del feudalismo (Londres: 1985), (trad. esp. Barcelona: 1988).
  • QUINTANILLA, Mª C. Nobleza y caballería en la Edad Media. (Madrid: 1996).
  • SÁNCHEZ ALBORNOZ, C. En torno a los orígenes del feudalismo. (Mendoza: 1942).
  • VALDEÓN, J. El feudalismo. (Madrid: 1992).
  • VARIOS AUTORES. En torno al feudalismo hispánico. (Ávila: I Congreso de Estudios Medievales. Fundación Sánchez Albornoz, 1989).
http://histoire-des-arts.over-blog.com/article-analyse-d-une-oeuvre-rue-de-paris-temps-de-pluie-69437287.html
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http://www.enciclonet.com/articulo/feudalismo/
http://georgeeliot2.blox.pl/resource/W.Polenow_Prawo_Pana.jpg
https://prezi.com/a3rm_o2okepq/arquitectura-en-el-feudalismo/
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martes, 19 de julio de 2016

BATALLA DE GUADALETE....UN HITO EN LA HISTORIA DE LA PENINSULA IBERICA


  1. La batalla de Guadalete del año 711, también conocida como batalla de Barbate, señaló, como pocos acontecimientos bélicos, un hito en la historia de la Península Ibérica. La derrota del rey visigodo Rodrigo frente a las huestes norteafricanas recién islamizadas de Tariq ben Ziyad, determinó, en palabras de la historiografía tradicional católica, la “pérdida de España”. En efecto, en aquella batalla de incierta localización, se perdió el reino visigodo de Toledo y, con él, el imperio del cristianismo en el solar hispánico durante al menos las tres siguientes centurias. Con la llegada de los arábigo-beréberes se inauguró, en cambio, uno de los períodos más brillantes de la civilización hispánica y de la historia de lo que se ha dado en llamar el Islam clásico.



Conocemos los sucesos que dieron lugar a la conquista islámica de la Península Ibérica a través de las crónicas de autores cristianos y musulmanes. El relato de estas últimas es más completo pero igualmente fruto de elaboraciones posteriores a los acontecimientos y no menos entreverado de narraciones legendarias. La fuente más antigua que se conserva sobre la batalla de Guadalete data del siglo X.
La conquista se convirtió en un acontecimiento de tintes apocalípticos tanto para cristianos como para musulmanes. Así, los relatos árabes están plagados de referencias simbólicas de carácter premonitorio. Entre ellas, la historia de la torre o palacio cuya entrada tenían prohibida los reyes visigodos. Rodrigo, ignorando a sus consejeros, rompió sus cerraduras y penetró en el recinto, del que salió aterrado por la visión de las pinturas que decoraban sus muros, en las que había visto las escenas de su derrota frente a los musulmanes. Sobre el rey Rodrigo se propalaron tras la batalla de Guadalete numerosos relatos que deben considerarse en su mayoría legendarios, pero que han configurado a lo largo de la historia el acervo popular sobre lo ocurrido en aquella ocasión. Las crónicas islámicas abundan especialmente en este tipo de noticias. De ellas procede el famoso relato de la hija del conde Julián de Ceuta -llamada Florinda, la Cava, por la tradición hispano-cristiana-, hermosa virgen que, enviada por su padre a Toledo para ser educada en los usos de la corte, despertó la lascivia de Rodrigo. Salvada a tiempo por su padre de los abrazos del rey, el conde Julián juró vengarse. De ahí que, a su regreso a África, tratara de incitar al gobernador musulmán de Ifriqiya (nombre árabe de la región norteafricana) a invadir las ricas tierras que se abrían al otro lado del Estrecho.
Sin duda la sorprendente facilidad con que se llevó a cabo la conquista de la Hispania visigoda despertó en el imaginario colectivo la necesidad de crear esta fantástica leyenda. Sin embargo, las razones que hicieron que la batalla de Guadalete pasara de ser una mera campaña de saqueo y reconocimiento a convertirse en el inicio de una invasión en toda regla, son menos novelescas. La escasa o nula resistencia de la población (que a menudo se tradujo en abierta colaboración, como en el caso de los judíos, perseguidos tenazmente en los últimos tiempos de la monarquía visigoda) denotó el profundo divorcio existente entre aquélla y el “estado” visigodo. Los treinta años que precedieron a la invasión musulmana son los más desconocidos de la historia del reino visigodo de Toledo, pero las noticias que han llegado hasta nosotros dan cuenta de un estado de profunda crisis social y quiebra política. Las sediciones provinciales, las luchas por la sucesión al trono y las ambiciones políticas de la nobleza y el clero debilitaron hasta tal punto el andamiaje político del reino visigodo que éste sucumbió al primer envite de unos pocos invasores bien organizados.



En verano del 710 había sido elevado al trono el duque Rodrigo, gobernador de la provincia Bética, con lo que se apartaba de la sucesión a la prole del anterior rey, Witiza, que posiblemente había designado sucesor a su hijo Ákhila. Se produjeron luchas entre los partidarios del nuevo rey y los witizanos y parece que Rodrigo triunfó con facilidad sobre éstos. Por su parte, hacia 710 los árabes concluían el proceso de conquista del África del Norte, al que la invasión de la Península Ibérica se halla íntimamente ligado. El mando militar de la conquista estaba a cargo de Musa ibn Nusayr, gobernador de las provincias de Ifriqiya y Magrib.
Las noticias acerca de la riqueza de Hispania y el estado de crisis política que vivía el reino visigodo probablemente bastaron a Musa como acicates para enviar a una parte de su ejército en misión de reconocimiento al otro lado del Estrecho. Las crónicas árabes conceden, sin embargo, un papel crucial al conde Julián en los acontecimientos que llevaron a Guadalete. Es probable que este Julián fuera el exarca de la plaza de Septem (Ceuta), última posesión bizantina en África del Norte, y que se encontrara bajo obediencia vasallática del gobernador musulmán de Ifriqiya. Quizás actuó como intermediario entre los opositores visigodos a Rodrigo, agrupados en torno a los hijos del rey Witiza, desprovistos de fuerza militar, y los musulmanes, a los que habrían acudido con el fin de expulsar del trono al nuevo rey. Cabe la posibilidad de que el conde Julián diera refugio en Ceuta a los partidarios del clan witizano, perseguidos por Rodrigo.
El relato tradicional cuenta que, persuadido Musa ibn Nusayr de la oportunidad de invadir Hispania, el gobernador habría ordenado a Julián llevar a cabo una primera expedición de reconocimiento, de la que el bizantino regresó cargado de botín. Entonces el califa al-Walid habría ordenado el envío de nuevas misiones de exploración con el fin de calibrar la capacidad de reacción del reino visigodo. Un primer desembarco musulmán, de apenas unos centenares de hombres al mando de Tarif ibn Malluk, habría tenido lugar en julio de 710. La expedición desembarcó en una pequeña bahía que recibió el nombre del capitán musulmán: Tarifa. El éxito de esta campaña habría impulsado a Musa a preparar la invasión, a cuyo frente puso a su liberto y gobernador de Tánger, Tariq ibn Ziyad. Actualmente se considera la expedición de 710 como legendaria, fruto de la confusión de los relatos acerca de la definitiva campaña que culminó en Guadalete.
Desde un punto de vista histórico puede considerarse que la conquista de la Hispania visigoda fue una continuación de la recién concluida conquista del Magreb por el Islam. La expedición de 711 habría sido una mera campaña de reconocimiento del terreno, como indica el hecho atípico de que el gobernador musulmán no se encontrara al frente de sus tropas, como era tradicional en las campañas de conquista. Sólo la debilidad endémica del reino visigodo de Toledo hizo posible que la victoria de Tariq en Guadalete se convirtiera en el hecho fundacional de la España musulmana.



En abril o mayo del año 711 un ejército al mando de Tariq ibn Ziyad cruzó el Estrecho, en el momento en que el rey Rodrigo se encontraba en el norte combatiendo a los vascones. Las dificultades que el desplazamiento por mar representaban para un pueblo sin tradición marítima como los árabes hacen poco probable que las tropas de Tariq fueran muy numerosas: entre siete y nueve mil soldados, la mayoría de ellos beréberes, algunos libertos de diverso origen y una minoría de árabes. Tariq se atrincheró en el peñón que recibiría después su nombre (Chabal Tariq: Gibraltar), a la espera de la arribada del grueso de sus tropas. Los relatos árabes cuentan que Tariq, tras poner pie en tierra firme, dirigió la oración arengando a sus tropas a triunfar o morir y que, para asegurarse, mandó quemar la flotilla que les había llevado hasta allí.
Tariq inició su ofensiva con la toma de Carteya (Cádiz), después de lo cual se dirigió al oeste e instaló su base de operaciones en lo que hoy es Algeciras (la “isla verde”, al-Yazirat al-jadra). Entretanto el rey Rodrigo regresó precipitadamente de su campaña contra los vascones y mandó reunir sus tropas en Córdoba. El ejército musulmán había crecido con la llegada de cinco mil nuevos combatientes enviados por Musa ibn Nusayr, pero Tariq actuó con prudencia y, lejos de dirigirse a Córdoba, centro de poder del rey visigodo, decidió proseguir sus incursiones al oeste de Tarifa y esperar en una posición ventajosa el avance de los visigodos.
Se plantea en este punto el problema de la localización exacta de la batalla, que ha generado ríos de tinta por parte de los especialistas. Tradicionalmente se ha identificado el lugar, llamado Wadi Lakkah por las fuentes árabes, con el río Guadalete, que tiene su desembocadura en la bahía de Cádiz. Según C. Sánchez Albornoz, el Wadi Lakkah debería su nombre a una ciudad prerromana, Lakko, situada junto a Arcos de la Frontera, lugar por el que discurre el río Guadalete. Sin embargo existe otra hipótesis, más aceptada en la actualidad, según la cual este río no sería otro que el arroyo de Barbate, desagüe natural de la laguna de la Janda, junto a la que se supone que acampó el ejército de Tariq. Tampoco se conoce con certeza el día en que tuvo lugar el encuentro de los dos ejércitos, que suele datarse entre el 19 y el 23 de julio de 711. Según el cronista árabe Razi, la batalla habría durado toda una semana.



Aceptando la localización en el río Barbate, las tropas musulmanas debieron instalarse entre la ribera de la laguna de la Janda y las pendientes de la Sierra de Retín. El ejército visigodo debía acercarse por el este, atravesando los cerros de Medina Sidonia. Las crónicas dicen que 100.00 hombres formaban las huestes de Rodrigo. Esta cifra es sin duda muy abultada, pero los efectivos cristianos debían de ser mucho mayores que los musulmanes. Según los relatos árabes, el ejército visigodo estaba dividido en dos cuerpos laterales mandados por partidarios del clan witizano. Nada más iniciarse la batalla, éstos habrían desertado del ejército cristiano, junto con todos sus hombres, para unirse a los musulmanes. El ejército de Rodrigo quedó así a merced de sus enemigos y emprendió la retirada en gran desorden. Tariq ordenó entonces su persecución, en la que murieron muchos nobles visigodos. No se conoce con certeza la suerte que corrió Rodrigo. Los relatos más fidedignos no registran su muerte, pero su nombre no vuelve a aparecer en las fuentes, de modo que puede pensarse que pereció en la batalla o que, en cualquier caso, no consiguió presentar resistencia a la invasión tras su derrota en Guadalete.
Todo indica que la batalla no fue de gran envergadura, ya que las fuerzas de Tariq eran escasas y Rodrigo probablemente no pudo reclutar gran número de guerreros ya que su centro de poder era territorialmente limitado. Es posible que sólo le acompañaran las tropas de la casa real y las fuerzas que pudiera reclutar en sus posesiones de la Bética, ya que, por otra parte, no se trataría de una invasión en toda regla. Sin duda la fulminante victoria de las fuerzas árabes se debió al desconocimiento cristiano de las tácticas de combate de los árabes. La probable muerte de Rodrigo, la destrucción de su comitatus, su guardia real y la nobleza cortesana, dieron al enfrentamiento su carácter decisivo. Por otra parte, la rápida conquista de Toledo por Tariq aumentó la confusión creada por la destrucción del ejército real y evitó la elección de un nuevo rey visigodo y la articulación de la resistencia. Por ello la escaramuza de Guadalete / Barbate se convirtió en una conquista.



Las fuentes musulmanas son muy dispares en cuanto a los acontecimientos que siguieron a la derrota de los visigodos. Al parecer Musa había mandado esperar nuevas órdenes tras la batalla. Pero sin duda la asombrosa facilidad de la victoria de Tariq animó a éste a proseguir por su cuenta la conquista de las ricas tierras que se ofrecían a la rapacidad de su ejército.
Los restos de las maltrechas tropas visigodas se habían refugiado en Écija. Hasta allí las persiguió Tariq y obtuvo una nueva victoria que desbarató definitivamente la capacidad de resistencia del ejército visigodo. Muchos descontentos se fueron uniendo a las tropas de Tariq, que encontró la colaboración de la población judía, muy castigada por las persecuciones a la que la había sometido la católica monarquía visigoda. Desde Écija, Tariq inició un paseo militar que le llevó a conquistar Córdoba y Toledo sin apenas resistencias, aniquilando así los restos del reino visigodo. De esta forma comenzaba la historia secular de al-Andalus.


CHEJNE, A. G. Historia de España musulmana.
LÉVY-PROVENÇAL, E. España musulmana hasta la caída del califato de Córdoba (711-1031)
ARIÉ, Rachel. España musulmana. vol. 3 de la Historia de España dirigida por M.Tuñón de Lara
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